Una corona
Quizá todo empezó con el cuento del príncipe azul. A todas las niñas del mundo les quedó bien claro desde su más tierna infancia que los príncipes -esos hombres perfectamente románticos, galantes y con la faltriquera llena de monedas de oro- no arriesgan su vida por cualquiera ni andan rescatando de las garras de los villanos a chicas maltratadas por la naturaleza. Por eso, si no se nació en cunita de oro -mueble que siempre facilita las cosas- hay que ir mucho a la peluquería, al gimnasio y al cirujano para mantenerse bella o, en su defecto, acercarse un poco a la que una podría haber sido y no fue. Claro que si se puede conseguir una corona que avale cierto reinado sobre cualquier cosa, mejor. Así, combinando la fantasía femenina de llevar una capita de armiño de utilería y la masculina de tener alguien a quien proteger, se inventaron los concursos de belleza. se empieza con la Reina del Curso, sigue con la de la Primavera hasta la maratón de Miss Mundo no se detienen. Todas las coronas sirven: Reina del Carnaval, Reina de la Nieve, Reina del Aceite de Oliva, Reina del Agua Surgente, Reina de los Pescadores de Bagres, Reina de la Semilla de Sandía, Reina del Chivo Chirriante, Reina de la Ciruela en Flor, Reina del Dorado Recién Pescao, Reina de la Vendimia Abstemia. No importa sobre qué se reine el asunto es desfilar sobre un escenario, competir entre feroces boquitas pintadas con otras aspirantes a Cenicienta bien calzadas y posar agitando un cetro de plástico que seguramente tocará, cual varita mágica, bajo el impacto de los flash, al príncipe azul (también puede ser rojo, celeste o negro, no hay discriminación) quien vendrá de inmediato en su rescate. El problema es cuando se sale elegida Virreina del Pejerrey o Missss Simpatía, Missss Elegancia o Missss Algo No Muy Importante. No importa, las reinas de verdad se la bancan: se acomodan las pestañas postizas, sincronizan el brillo del strass de la corona con el de su sonrisa y nunca más vuelven a llorar. En público.