Mona Lisa Acelerada

viernes, febrero 24, 2006

Una corona

Quizá todo empezó con el cuento del príncipe azul. A todas las niñas del mundo les quedó bien claro desde su más tierna infancia que los príncipes -esos hombres perfectamente románticos, galantes y con la faltriquera llena de monedas de oro- no arriesgan su vida por cualquiera ni andan rescatando de las garras de los villanos a chicas maltratadas por la naturaleza. Por eso, si no se nació en cunita de oro -mueble que siempre facilita las cosas- hay que ir mucho a la peluquería, al gimnasio y al cirujano para mantenerse bella o, en su defecto, acercarse un poco a la que una podría haber sido y no fue. Claro que si se puede conseguir una corona que avale cierto reinado sobre cualquier cosa, mejor. Así, combinando la fantasía femenina de llevar una capita de armiño de utilería y la masculina de tener alguien a quien proteger, se inventaron los concursos de belleza. se empieza con la Reina del Curso, sigue con la de la Primavera hasta la maratón de Miss Mundo no se detienen. Todas las coronas sirven: Reina del Carnaval, Reina de la Nieve, Reina del Aceite de Oliva, Reina del Agua Surgente, Reina de los Pescadores de Bagres, Reina de la Semilla de Sandía, Reina del Chivo Chirriante, Reina de la Ciruela en Flor, Reina del Dorado Recién Pescao, Reina de la Vendimia Abstemia. No importa sobre qué se reine el asunto es desfilar sobre un escenario, competir entre feroces boquitas pintadas con otras aspirantes a Cenicienta bien calzadas y posar agitando un cetro de plástico que seguramente tocará, cual varita mágica, bajo el impacto de los flash, al príncipe azul (también puede ser rojo, celeste o negro, no hay discriminación) quien vendrá de inmediato en su rescate. El problema es cuando se sale elegida Virreina del Pejerrey o Missss Simpatía, Missss Elegancia o Missss Algo No Muy Importante. No importa, las reinas de verdad se la bancan: se acomodan las pestañas postizas, sincronizan el brillo del strass de la corona con el de su sonrisa y nunca más vuelven a llorar. En público.

sábado, febrero 18, 2006

Librería de usados

No los quiere vender. Los tenía ordenados, juntos y apenas si llenaban dos estantes. Los lomos ajados, las tapas despegadas, como todo libro bien leído, barato y con mala encuadernación. Las páginas tenían ese amarillo que no son la idea de un color sino un registro de tiempo. Había ceniza de faso entre la página 96 y la 97 en uno y la huella de una bebida blanca en el otro. Eran El hombre demolido de Alfred Bester y Hacedor de estrellas de Olaf Stapledon, en sus gloriosas ediciones de Minotauro del 60. Nadie los había abierto en los últimos diez años. En la primera página, con lápiz, se indicaba el precio: 2$. "¿Cuánto cuestan?", le pregunté al dependiente. Tomó a Bester de los hombros, miró el número, dudó, fue a la Caja desde donde el dueño me miraba sin pestañear. "5$", fue la respuesta. El tipo se vino al humo: "5 cada uno". "7 por los dos", le arrojé sobre la berretada de saldos. "No", me dijo apuntándome. "Si no te los compro yo no te los compra nadie", le disparé. Hice un chiste. El tipo me ametralló. Le mandé un misil. No escuché la explosión. El tampoco.

lunes, febrero 13, 2006

Se dice

¿Contra quién se escribe en lugar de hablar?
¿Contra qué luz te pone el que te lee?
Crudita mi alma detrás del maquillaje
trato de no hacer trampa y mi alien lo sabe
Entre poetas rostros que van libros que vuelven

las palabras se estrechan contra algo que nunca tendrá nombre
No es deseo no es soledad intimación urgente
o rápida postal de un viaje al amor propio
Es un defecto intermedio que todos conocen
pero que nadie puede bautizar sin repetirse.